Una de las ventajas de acceder a una buena lectura crítica sobre un autor determinado es que, mientras la leemos y luego de leerla, nos suele llevar a repensar nuestros supuestos sobre ese autor. De alguna manera, miramos de nuevo a ese autor a la luz de esta nueva crítica. Esto es lo que me ha pasado, página a página, con el libro de Ani Bustamante: gracias a su lectura, he podido profundizar en el universo lírico de una autora tan compleja como Chabuca Granda.
En lo que sigue, entonces, y a modo de homenaje tanto a Chabuca como a Ani, propondré, brevemente, algunas ideas generadas durante la experiencia misma de leer a Ani. Se trata de ideas un tanto ligeras, quizás incompletas. Pido disculpas.
I (uno)
En la mitología griega, Orfeo baja al Tártaro (ese abismo profundísimo ubicado en el inframundo) para rescatar a su amada muerta Eurídice. Hades le concede a Orfeo la oportunidad de sacar del Tártaro a su amada, pero le da una indicación: (le dice) «Eurídice te seguirá pero tú no deberás mirar hacia atrás hasta que ella esté a salvo bajo el brillo del sol». Orfeo, inquieto por no escuchar los pasos ni el aliento de su amada y a punto ya de alcanzar la luz del sol, comete el simplísimo acto de voltear, solo voltear, para ver si Eurídice seguía allí, detrás de él, camino a su salvación. Y al voltear, solo logra ver, fugazmente, la última mirada de Eurídice, quien desaparece de su vista, esta vez para siempre.
En lo que sigue, entonces, y a modo de homenaje tanto a Chabuca como a Ani, propondré, brevemente, algunas ideas generadas durante la experiencia misma de leer a Ani. Se trata de ideas un tanto ligeras, quizás incompletas. Pido disculpas.
I (uno)
En la mitología griega, Orfeo baja al Tártaro (ese abismo profundísimo ubicado en el inframundo) para rescatar a su amada muerta Eurídice. Hades le concede a Orfeo la oportunidad de sacar del Tártaro a su amada, pero le da una indicación: (le dice) «Eurídice te seguirá pero tú no deberás mirar hacia atrás hasta que ella esté a salvo bajo el brillo del sol». Orfeo, inquieto por no escuchar los pasos ni el aliento de su amada y a punto ya de alcanzar la luz del sol, comete el simplísimo acto de voltear, solo voltear, para ver si Eurídice seguía allí, detrás de él, camino a su salvación. Y al voltear, solo logra ver, fugazmente, la última mirada de Eurídice, quien desaparece de su vista, esta vez para siempre.
En otro clásico, el canto XXXI del Paraíso de La divina comedia, Dante, en medio de su asombro ante la belleza inefable de la Rosa celestial, voltea a ver a Beatriz, quien estaba a su lado, pero, en vez de hallarla a ella, halla a un anciano. Poco después, logra ver a Beatriz en lo alto, formando parte de la bóveda divina. Dante tiene tiempo de dedicarle una plegaria a Beatriz mientras que esta lo mira fugazmente y le regala una sutil sonrisa (también fugaz) justo un instante antes de desaparecer en la eternidad.
¿No es sintomático que sea precisamente la mirada el punto donde lo mirado y deseado desaparece? En ambas historias, el instante en que el sujeto amado es mirado coincide con el instante de su desaparición. Esta coincidencia entre mirar y desaparecer —es decir, entre ver y salir del campo de visión del otro— nos recuerda que la concreción del deseo conlleva la pérdida del sujeto deseado.
A la luz de lo expuesto por Ani en Los sonidos de Eros, las canciones de Chabuca me recuerdan este tópico de la coincidencia entre mirada y pérdida. La voz poética en las canciones de Chabuca habla, pero, sobre todo, mira. Digámoslo mejor así: mira haciendo evidente la posición del observador y cuenta lo mirado. Su voz se produce como fruto de una explícita experiencia de mirar. Su mirada está siempre dirigida, como tan bien nos lo explica Ani, a un sujeto que está partiendo, que está en camino, que cruza un puente, una alameda o un río. Se trata de personajes que representan —y el libro de Ani muestra esto con fina lucidez—, por un lado, la tradición dominada por lo masculino y, por otro, el cambio, la transformación, la vuelta de tuerca de ese orden establecido. Y este giro en la historia toma la forma de sujetos femeninos. Pero en ambos casos, sea la tradición o sea el cambio, Chabuca mira al sujeto justo en el momento de su partida y, por tanto, de su pérdida.
No hablamos de canciones donde vemos simplemente al sujeto amante o deseante llorar la partida del sujeto amado o deseado. Son, más bien, canciones donde vemos al sujeto amante experimentar a través del lenguaje esa ausencia. Su propuesta no se reduce a un «vuelve que te extraño». Su propuesta, más bien, repercute en una suerte de mirada reflexiva sobre el mismo lenguaje desde el cual la voz poética canta esa ausencia. En Chabuca, la ausencia y la pérdida se dan en el lenguaje mismo. Por eso, escuchamos en sus letras —sobre todo en el ciclo en homenaje al poeta Javier Heraud— frases que se suceden a modo de un montaje cinematográfico. Imágenes que se superponen y van creando un universo complejo de sensaciones sonoras, de texturas y de imágenes. Entre una imagen y otra, podemos percibir fisuras sintácticas, como heridas abiertas en los cuerpos de los mismos personajes y de la misma voz poética. Cortes intempestivos, repeticiones, giros, juegos de palabras que se detienen en un cambio de compás inesperado. La ausencia en Chabuca no es un referente; es, más bien, la materia misma de la que están hechas sus canciones.
II (dos)
En la Odisea, Ulises lleva a cabo una estratagema para evitar ser llevado por el canto de las sirenas, esas aves raras apostadas en los bordes de los arrecifes y cuyo canto atrae a los navegantes hasta que estos chocan extasiados (quizás agradecidos) contra las rocas y mueren. Su solución consistió en tapar con cera las orejas de los demás tripulantes de su embarcación mientras que él era amarrado en el mástil y así podría oír el canto de las sirenas sin correr el riesgo de dirigir su embarcación hacia las duras y definitivas rocas. Ulises sobrevivió y lo que nos queda es la sensación de que él tuvo la ocasión de disfrutar del hermoso canto de esos seres mitad ave, mitad humano. Pero su disfrute no pudo ser total. Nunca tuvo la experiencia de la última nota, el disfrute pleno de la belleza ascendente del canto, la nota última que cerraba en su divina perfección esa música: la muerte era el cierre que completaba la experiencia lírica de ese canto. Porque el secreto del canto de las sirenas es el éxtasis hacia el cual (contra el cual) dirige a los navegantes, y la muerte es ese momento justo en que atestiguan el placer al mismo tiempo en que este desaparece.
Placer y muerte coinciden en la experiencia erótica que tan bien se volvió música y poesía en el imaginario de Chabuca. Lo bello irrumpe en nosotros y cae a modo de salvaje precipitación y nos destruye. En su libro, Ani nos explica cómo en las canciones de Chabuca el sueño es memoria y el despertar puede significar un tipo de muerte. La canción y el éxtasis erótico constituyen en la lírica de Chabuca un estado de momentánea eternidad. En ese instante pleno, el tiempo se suspende (Ani nos habla del tiempo suspensivo en la lírica de Granda). Luego del goce, el despertar de ese sueño viene con el silencio post-amatorio, cuando el susurro y luego el gemido y luego el grito callan. Es el silencio que nos recuerda nuestra finitud, cuando otra vez somos sujetos de tiempo.
El momento del éxtasis erótico equivaldría, como se suele decir, a una pequeña muerte, un chocar con esos arrecifes a donde la voluntad de Ulises se hubiera dirigido de no ser por las amarras que lo ataban al mástil. Esa pequeña muerte nos deja suspendidos en un tiempo inenarrable. Diríamos que ese tiempo se sostiene en su simultaneidad: pasado, presente y futuro se funden en un solo instante; el lenguaje, sin embargo, y siguiendo a Borges, es sucesivo.
Pero hay un aspecto tratado por Ani en el que me gustaría insistir respecto de la poética que sobre el eros se desarrolla en Chabuca: el objeto de deseo no aparece. Así como la ausencia y la pérdida, como hemos dicho, no son meros referentes en las canciones de Chabuca sino la materia misma de su obra, el sujeto amado tampoco aparece, al menos de manera preponderante, como un referente evidente. Con Chabuca solo accedemos al contorno del amado. Porque ese otro no es abordable de ninguna manera. De él solo tenemos sus huellas expresadas en el cuerpo de uno, que en el caso de Chabuca es preguntarse acerca de su propia piel, su propia voz, su propia sed. La reflexividad lírica en Chabuca es destacable. La voz poética que habla en las canciones de Chabuca «sabe» —un saber no sabido, diría Ani—, «sabe» que ese otro amado es inenarrable y, por tanto, solo podemos acceder a las paradojas, los oxímoros, las contradicciones, los opuestos. El amor en Chabuca es paradójico: yo soy las voces de otros. En el acto amatorio, soy síntoma más que sujeto. Soy el río y al mismo tiempo la lluvia, la precipitación.
III (y conclusión)
En su novela Los ríos profundos, Arguedas nos describe el sonido del zumbayllu, el trompo con el que juega Ernesto, el niño protagonista de esta maravillosa novela. Y su descripción es hecha en relación con la memoria despertada por el sonido del zumbayllu al girar sobre su propio eje:
(abro cita) «El canto del zumbayllu se internaba en el oído, avivaba en la memoria la imagen de los ríos, de los árboles negros que cuelgan en las paredes de los abismos.» (cierro cita)
El zumbayllu representa quietud y movimiento que coinciden en una misma materia. El zumbayllu era girado de modo que parecía estar quieto, sobre un solo punto, pero al mismo tiempo giraba y giraba, suspendido. Ese sonido, sinestésicamente, generaba en los ojos cerrados del niño Ernesto una imagen: (vuelvo a la misma cita de Arguedas) «los ríos… los árboles negros… las paredes de los abismos» (cierro cita). Gracias al libro de Ani, he podido constatar que, al igual que el zumbayllu de Arguedas, el sonido y la lírica de Chabuca son capaces de unir quietud y movimiento, sonido e imagen, ríos y abismos.
¿No es sintomático que sea precisamente la mirada el punto donde lo mirado y deseado desaparece? En ambas historias, el instante en que el sujeto amado es mirado coincide con el instante de su desaparición. Esta coincidencia entre mirar y desaparecer —es decir, entre ver y salir del campo de visión del otro— nos recuerda que la concreción del deseo conlleva la pérdida del sujeto deseado.
A la luz de lo expuesto por Ani en Los sonidos de Eros, las canciones de Chabuca me recuerdan este tópico de la coincidencia entre mirada y pérdida. La voz poética en las canciones de Chabuca habla, pero, sobre todo, mira. Digámoslo mejor así: mira haciendo evidente la posición del observador y cuenta lo mirado. Su voz se produce como fruto de una explícita experiencia de mirar. Su mirada está siempre dirigida, como tan bien nos lo explica Ani, a un sujeto que está partiendo, que está en camino, que cruza un puente, una alameda o un río. Se trata de personajes que representan —y el libro de Ani muestra esto con fina lucidez—, por un lado, la tradición dominada por lo masculino y, por otro, el cambio, la transformación, la vuelta de tuerca de ese orden establecido. Y este giro en la historia toma la forma de sujetos femeninos. Pero en ambos casos, sea la tradición o sea el cambio, Chabuca mira al sujeto justo en el momento de su partida y, por tanto, de su pérdida.
No hablamos de canciones donde vemos simplemente al sujeto amante o deseante llorar la partida del sujeto amado o deseado. Son, más bien, canciones donde vemos al sujeto amante experimentar a través del lenguaje esa ausencia. Su propuesta no se reduce a un «vuelve que te extraño». Su propuesta, más bien, repercute en una suerte de mirada reflexiva sobre el mismo lenguaje desde el cual la voz poética canta esa ausencia. En Chabuca, la ausencia y la pérdida se dan en el lenguaje mismo. Por eso, escuchamos en sus letras —sobre todo en el ciclo en homenaje al poeta Javier Heraud— frases que se suceden a modo de un montaje cinematográfico. Imágenes que se superponen y van creando un universo complejo de sensaciones sonoras, de texturas y de imágenes. Entre una imagen y otra, podemos percibir fisuras sintácticas, como heridas abiertas en los cuerpos de los mismos personajes y de la misma voz poética. Cortes intempestivos, repeticiones, giros, juegos de palabras que se detienen en un cambio de compás inesperado. La ausencia en Chabuca no es un referente; es, más bien, la materia misma de la que están hechas sus canciones.
II (dos)
En la Odisea, Ulises lleva a cabo una estratagema para evitar ser llevado por el canto de las sirenas, esas aves raras apostadas en los bordes de los arrecifes y cuyo canto atrae a los navegantes hasta que estos chocan extasiados (quizás agradecidos) contra las rocas y mueren. Su solución consistió en tapar con cera las orejas de los demás tripulantes de su embarcación mientras que él era amarrado en el mástil y así podría oír el canto de las sirenas sin correr el riesgo de dirigir su embarcación hacia las duras y definitivas rocas. Ulises sobrevivió y lo que nos queda es la sensación de que él tuvo la ocasión de disfrutar del hermoso canto de esos seres mitad ave, mitad humano. Pero su disfrute no pudo ser total. Nunca tuvo la experiencia de la última nota, el disfrute pleno de la belleza ascendente del canto, la nota última que cerraba en su divina perfección esa música: la muerte era el cierre que completaba la experiencia lírica de ese canto. Porque el secreto del canto de las sirenas es el éxtasis hacia el cual (contra el cual) dirige a los navegantes, y la muerte es ese momento justo en que atestiguan el placer al mismo tiempo en que este desaparece.
Placer y muerte coinciden en la experiencia erótica que tan bien se volvió música y poesía en el imaginario de Chabuca. Lo bello irrumpe en nosotros y cae a modo de salvaje precipitación y nos destruye. En su libro, Ani nos explica cómo en las canciones de Chabuca el sueño es memoria y el despertar puede significar un tipo de muerte. La canción y el éxtasis erótico constituyen en la lírica de Chabuca un estado de momentánea eternidad. En ese instante pleno, el tiempo se suspende (Ani nos habla del tiempo suspensivo en la lírica de Granda). Luego del goce, el despertar de ese sueño viene con el silencio post-amatorio, cuando el susurro y luego el gemido y luego el grito callan. Es el silencio que nos recuerda nuestra finitud, cuando otra vez somos sujetos de tiempo.
El momento del éxtasis erótico equivaldría, como se suele decir, a una pequeña muerte, un chocar con esos arrecifes a donde la voluntad de Ulises se hubiera dirigido de no ser por las amarras que lo ataban al mástil. Esa pequeña muerte nos deja suspendidos en un tiempo inenarrable. Diríamos que ese tiempo se sostiene en su simultaneidad: pasado, presente y futuro se funden en un solo instante; el lenguaje, sin embargo, y siguiendo a Borges, es sucesivo.
Pero hay un aspecto tratado por Ani en el que me gustaría insistir respecto de la poética que sobre el eros se desarrolla en Chabuca: el objeto de deseo no aparece. Así como la ausencia y la pérdida, como hemos dicho, no son meros referentes en las canciones de Chabuca sino la materia misma de su obra, el sujeto amado tampoco aparece, al menos de manera preponderante, como un referente evidente. Con Chabuca solo accedemos al contorno del amado. Porque ese otro no es abordable de ninguna manera. De él solo tenemos sus huellas expresadas en el cuerpo de uno, que en el caso de Chabuca es preguntarse acerca de su propia piel, su propia voz, su propia sed. La reflexividad lírica en Chabuca es destacable. La voz poética que habla en las canciones de Chabuca «sabe» —un saber no sabido, diría Ani—, «sabe» que ese otro amado es inenarrable y, por tanto, solo podemos acceder a las paradojas, los oxímoros, las contradicciones, los opuestos. El amor en Chabuca es paradójico: yo soy las voces de otros. En el acto amatorio, soy síntoma más que sujeto. Soy el río y al mismo tiempo la lluvia, la precipitación.
III (y conclusión)
En su novela Los ríos profundos, Arguedas nos describe el sonido del zumbayllu, el trompo con el que juega Ernesto, el niño protagonista de esta maravillosa novela. Y su descripción es hecha en relación con la memoria despertada por el sonido del zumbayllu al girar sobre su propio eje:
(abro cita) «El canto del zumbayllu se internaba en el oído, avivaba en la memoria la imagen de los ríos, de los árboles negros que cuelgan en las paredes de los abismos.» (cierro cita)
El zumbayllu representa quietud y movimiento que coinciden en una misma materia. El zumbayllu era girado de modo que parecía estar quieto, sobre un solo punto, pero al mismo tiempo giraba y giraba, suspendido. Ese sonido, sinestésicamente, generaba en los ojos cerrados del niño Ernesto una imagen: (vuelvo a la misma cita de Arguedas) «los ríos… los árboles negros… las paredes de los abismos» (cierro cita). Gracias al libro de Ani, he podido constatar que, al igual que el zumbayllu de Arguedas, el sonido y la lírica de Chabuca son capaces de unir quietud y movimiento, sonido e imagen, ríos y abismos.